Mundos fundidos no significan para Erika mundos confundidos. Ella supone que coexisten los vivos y los inertes, que algunos cadáveres todavía conservan algún tipo de vida, que artefactos y vegetales mantienen entre sí conversaciones a veces inteligentes, que las máscaras quien sabe si pueden ser rostros. Ella atiende a todo lo que no tiene importancia, y esos mundos le muestran lo efímero en un acto de exhibicionismo burlón. Primero su mano los rescata del lugar impreciso donde reposan su fatiga, los presenta en la nueva sociedad de objetos imposibles, tolera su amor y su fusión; después, su ojo guía el objetivo de su cámara para distinguirlos, aislar los elementos de los objetos complejos, dejándolos libres de reconstruirse en nuevos espacios y adquirir otros significados.
Las construcciones de Erika son experimentos y su fotografía se convierte en el testimonio de esa actividad. Sólo por ello se dejaría denominar fotografía experimental, y por nada más. Cada objeto tiene detrás una forma de vida diferente, cada uno muestra un envejecimiento distinto. Los metales que componen una ventana adquieren un significado propio cuando el cristal se rompe en añicos y unos brazos la transportan a su cementerio. Un balón de futbol, esfera turgente para los sueños de unos niños, adquiere boca y sonrisa al ser abandonado sin aire, sin pneuma, en un patio de barbecho. La celulosa de un espino sirve de andamio donde el plástico se acomoda para ver el mundo.
A lo largo de su vida Erika disfrutó con los misterios de los mecanismos, desguazó sus juguetes, deconstruyó sus corazones de metal. Prefirió siempre las cajas de mecanismos usados a los altares de muertos. Después de un tiempo de vivir en una corte donde los cadáveres insultan a los vivientes en las tabernas, decidió iniciar un viaje al país donde los artefactos comparten la ciudadanía con los reinos humanos. Así llegó a la ciudad sede de uno de los paraísos de las bicicletas, poblado por centauros en parte humanos, pero montados sobre ruedas frágiles. Aprendió a deslizarse por los espacios abiertos de un lugar donde agua, tierra y niebla amalgaman el paisaje. La ciudad le enseñó a mirar, a descubrir objetos amputados que le sugerían nuevas historias. Híbrida y veloz hizo suya la ciudad y quiso convertir algunos elementos de su nueva montura en protagonistas de sus mundos. Cadenas rotas de antiguas bicicletas y cámaras asmáticas se entrelazan en abrazos con otros fragmentos de mundos anteriores a la decadencia, y emergen de ellos o se funden con vidrios, en otros tiempos estrellados sobre los adoquines, o replican las acciones de otras vidas vegetales. El submundo de las almas de metal y caucho de las bicicletas desguazadas expresa el dinamismo de una ciudad destruida que se reconstruye usando la imaginación que nace de bosques y lagos y ayuda a regenerarse usando los materiales sobrantes que sobrevivieron a la devastación.
Delante de su cámara reposan los objetos de un nuevo mundo inventado, así Erika los coloca con el cuidado de los pintores barrocos que preparaban bodegones de vidas muertas. Sin embargo se diferencia de aquellos en prestar vida a lo que nunca vivió, en destruir simbolismos obvios. Sus espacios no recogen la decadencia de las vanitas sino la regeneración de una nueva objetividad construida con tiempo y con luz. Se fija no sólo en el cristal que le permite ver la transparencia, sino en materiales traslúcidos de plásticos que exhiben la insolencia de la quasieternidad y desea atrapar el matiz de una luz que se ensucia al atravesar esa basura aristocrática. A veces siente la tentación de aprehender esos nuevos objetos en una imagen irrepetible; entonces Erika rastrea en la herencia de los magos naturales y convierte la fotografía en una huella única, convertida en una prueba de lo efímero de las nuevas identidades, al menos tan banales como las de los objetos naturales.
Buscando testigos para su actividad, encuentra su aliado primordial en una mirada sostenida que emana de una cabeza que siempre fue sólo eso, construida para conseguir conmover e inquietar. Ella será quien nos guíe más allá de las fronteras de nuestro mundo cómodo donde creemos que los objetos son unívocos.
Para quien busque filiaciones conviene advertir que Erika no pertenece al nutrido grupo de viudos de Frida Kahlo, más bien debe rastrear su inspiración en los trasteros donde reposan los juguetes olvidados de cualquier lugar del mundo.
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